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- El humorista en su oficina
- Éxito, la tapa de Newsweek
- Con McNamara
- Falso piloto
- Travesti, las suaves góndolas
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"Es nuestro juglar"
—dice el Asesor Presidencial Bill D. Moyers—. "Es uno de los mejores
satiristas de nuestro tiempo" —opina el respetado Walter Lippmannr—. Los
elogios, aparentemente, se detienen ante el escritorio de Lyndon
Johnson, cuya piel a menudo es perforada por los dardos de Art Buchwald.
"Según algunos de mis informantes —sostiene el humorista—, el
Presidente me lee y se divierte. Otros juran que no me lee. Yo sospecho
que la verdad está a mitad de camino; el Presidente me lee pero no se
divierte."
Lo cierto es que Art Buchwald pertenece a la vieja tradición de
los periodistas satíricos de los Estados Unidos, y si Lyndon Johnson
imita a sus predecesores, devorará su columna con la misma ansiedad con
que observa las noticias que propalan las teletipos de AP y UPI
instaladas en su oficina oval de la Casa Blanca.
Lincoln, leía en alta voz a sus amigos las páginas de Artemus
Ward; Theodore Roosevelt no perdía texto de Finley Peter Dunne (se
señala, todavía, que aplacó su represiva política en las Filipinas
debido a las objeciones de Dunne). Y la popular sabiduría de Will Rogers
deleitó al patricio Flanklin Delano Roosevelt.
Buchwald es heredero de ellos, pero su estilo muestra también
otras influencias: víctima de su esposa, de su suegra y de una
indiferente sociedad, el día que estrena un auto nuevo se acerca a él
una deslumbrante muchacha, sólo para pedirle que se corra, así su marido
podrá estacionar. Más a menudo, es el ingenuo analista que observa las
complejas situaciones mundiales y las reduce a su lógico absurdo, como
cuando hizo que Lyndon Johnson alertara a dos divisiones de
paracaidistas, cuatro brigadas de marines y la flota del Atlántico antes
de proclamar el Día de la Madre. Su éxito, sin embargo, no ha sido
fácil.
"Los dueños de diarios —dice Buchwald— temen al humor,
especialmente si se refiere a temas domésticos." En la última década,
exigida por las noticias, la prensa relegó la sátira a los dibujos o las
tiras de historietas. Pero Buchwald no teme, y es ésa una de las
razones por las cuales su visión resulta efectiva, más efectiva a veces,
que la página de editoriales. En una ciudad como Washington —desde
donde escribe—, repleta de periodistas importantes, observadores
hipersensibles y profundos pensadores, la columna de Buchwald es la más
leída.
Tres veces a la semana, en el matutino The Washington Past
(aunque el diario-cabecera y a cuya redacción pertenece es el Herald
Tribune, de Nueva York) sirve de gracioso condimento a los más
trascendentes desayunos de la capital. "Nos mantiene en contacto con la
realidad", explica Moyers. Y a través de USA, los lectores coinciden con
ese juicio.
No siempre hubo un nuevo cliente y una nueva sonrisa por día
como ahora, cuando Buchwald empezó a redactar sus columnas de
Washington, Luego de 13 años y medio de alianza con el Herald Tribune,
desde París, sus artículos aparecían en 80 diarios, cantidad respetable
pero no espectacular. Cumplía, en Europa, una de las más cómodas tareas
del periodismo: la de entrevistar celebridades internacionales, viajar
disfrazado en las góndolas venecianas o ametrallar a preguntas a Ingrid
Bergman.
Una incesante vorágine
Sin embargo, prefirió arriesgar el confort, París y su
prestigio, para comenzar una nueva carrera. Al trasladarse a Washington,
en lugar de Nueva York, entró deliberadamente en el incierto campo del
humor político. Muchos pensaron que fracasaría, y durante un tiempo
así pareció ocurrir; pero en 1964, dos años después de su arribo, nadie
dudaba de su vertiginosa, creciente victoria.
Hoy, las publicaciones que reproducen la columna de Buchwald
suman 230, de Helsinki a Karachi (en la Argentina, sólo PRIMERA PLANA).
Su más cercano riyal, el irónico Russell Baker, del Times neoyorquino,
totaliza 150; Buchwald, inclusive supera a una majestad periodística
como Joseph Alsop (225) y quizá alcance a Lippmann (300 diarios).
Es verdad que las antenas de Buchwald se volvieron tan agudas
que la vida de Washington parece, hoy, imitarlo. Su historia inventada
sobre Sidney, el único norteamericano forzado a permanecer en Santo
Domingo para justificar la intervención de USA (ver Nº 132) fue seguida
por la llamada telefónica de un amigo, empleado del Departamento de
Estado: "Art, ¿estuviste leyendo documentos secretos? Llevamos toda la
semana pensando que evacuamos a los norteamericanos demasiado rápido"
Más valioso que el exclusivo informe sobre Sidney fue el motivo,
revelado por Buchwald, que movió a Johnson a no separar de su pargo a
J. Edgar Hoover, director del FBI, que criticó al líder negro Martin
Luther King y al fallo de la Comisión Warren. "El motivo es que J. Edgar
Hoover no existe —escribió Buchwald—. Se trata de un mito
elaborado por el Reader's Digest. En 1925, prepararon un artículo sobre
el flamante Bureau Federal de Investigaciones y lo firmaron con un
seudónimo: Hoover, por la marca de una aspiradora, para dar idea de
limpieza; Edgar se llamaba el sobrino de uno de los redactores, y J. por
'jail' (cárcel)."
Tan emprendedor es Buchwald que se está convirtiendo él mismo en
una empresa. Además de su columna, instruye a las amas de casa en el
Ladie's Home Journal, acaba de grabar su primer disco, El sexo y el
escolar, y negocia con la cadena ABC un ciclo de media hora semanal por
televisión, sobre la actualidad. El artículo de Sidney atrajo a dos
productores de Hollywood, y Buchwald trabaja ya en un guión para la
Metro Goldwyn Mayer".
Días atrás firmó un contrato con el productor de TV David L.
Wolper, para escribir el libreto de un único programa, de una hora,
sobre Washington. Finalmente entregó el plan de una comedia musical, en
colaboración con Russell Baker, que cuenta las andanzas de un cantante
nueva-ola soviético en los Estados Unidos.
Cada 18 meses, sus columnas se agrupan en libro; en estos
momentos se puso en circulación el décimo, la segunda colección de sus
artículos de Washington, titulada ... and Then I Told the President
("...y entonces le dije al Presidente"; la primera data de 1963 y se
llama I Chose Capitol Punnishment. "Yo elegí la pena capital"; hay un
juego de palabras intraducibies entre capital y Capitol, el Parlamento) .
De esos libros se venden unos 20 mil ejemplares en las ediciones
encuadernadas, y entre 100 mil y 150 mil, en las de bolsillo. Pero,
además de tantas ocupaciones, Buchwald encuentra tiempo para dar cuatro
conferencias mensuales (cobra 1.500 dólares por cada una) en clubes y
colegios. "El año pasado gané 155.000 dólares —admite Buchwald— y ahora
estoy tramitando un préstamo para pagar los impuestos. Cuando paso con
mi esposa frente a lo de Cartier, le pregunto: ¿Te acuerdas cuando
éramos pobres y te compraba joyas aquí?"
Como los buenos vinos
El relieve cómico fue casi una necesidad en la infancia de
Buchwald. Nacido en Nueva York en 1925, él y sus tres hermanas vivieron
en un orfelinato y cuatro casas ajenas antes de instalarse junto a su
padre, Joseph —un fabricante de cortinados—, en el distrito de Queens.
Entonces, Buchwald ya había pasado los 16 años y era un estudiante
indiferente: fue cuando se alistó en la Infantería de Marina. Llegó a
sargento y, pese a carecer de cursos secundarios aprobados, entró en la
Universidad de California del Sur.
Tampoco salió adelante. En 1948, con los 250 dólares de una
pensión de veterano de las Fuerzas Armadas, partió a París. Comenzó
enviando colaboraciones a Variety (semanario neoyorquino dedicado a los
espectáculos) hasta que lo contrataron para la edición francesa del
Herald Tribune: en poco tiempo, sus chispeantes comentarios fueron la
comidilla de Europa. "Para mí—memora— era una especie de gran broma."
En París conoció a Ann McGarry, diseñadora de modas, que hacía
relaciones, públicas para la casa Pierre Balmain. Después de una corte
de 3 años, se casó con ella en 1952 y adoptaron a tres niños nacidos en
diferentes países: el irlandés Joel, hoy de 11 años; la española Connie,
de 10, y la francesa Jennifer, de 8. "Buchwald es el primer ecuménico",
sonríe uno de sus íntimos.
Como los buenos vinos, el sabor de sus artículos trasciende las
fronteras. Parcial o totalmente, las columnas son citadas por diarios y
revistas de todo el mundo. En la Unión Soviética suelen aparecer
fragmentos en Pravda, Izvestia, Krakodil y Zarubezhom y no sólo por las
críticas espirituosas que Buchwald asesta contra la política de su país.
"Su tipo de humor se parece al de nosotros, explica Daniel F. Kraminov,
jefe de redacción de Zarubezhom.
Tiempo atrás, el corresponsal en Moscú del Herald Tribune envió
una carta abierta a Buchwald, contándole la popularidad de que goza en
la URSS, aunque previniéndole que jamás cobraría un rublo. "No me
interesa que no me paguen —contestó—. La Agencia Central de Inteligencia
me lo reembolsará. Porque cada tres palabras, en mis columnas, deslizo
una clave para nuestros agentes en Moscú".
Kraminov siguió la corriente. "La confesión de Art Buchwald no
nos sorprende —dijo Zarubezhom a sus lectores—. Hace tiempo que
prestamos atención a cada tercera palabra cuando traducimos al ruso sus
mordaces y entretenidos artículos. Y las cambiamos de lugar, para
desorientar a los agentes de la Agencia".
El día de Buchwald difiere del de cualquier periodista en
Washington.. Comienza a las 7.30 de la mañana, en su casa de cinco
dormitorios (valuada en 150,000 dólares) de la calle Hawthorne, en
Wesley Heights, un suburbio de moda en las afueras de la capital. A las 8
desayuna, a las 8,30 pide un taxi y lee el Washington Post durante el
viaje de 12 minutos que lo lleva a su oficina en un flamante edificio de
la avenida Pennsylvania, a unas cuadras de la Casa Blanca (antes tenía
su cuartel en el melancólico National Press Building). Uno de los pocos
norteamericanos que no sabe manejar, Buchwald gasta 800 dólares al año
en taxis.
Las 600 palabras
En su escritorio devora el Herald Tribune y el Times, que
recorta profusamente ("El más importante elemento de mi éxito como
periodista es que no hablo con nadie", confiesa). Terminada la
investigación, se sumerge en la correspondencia y se asegura el haber
respondido a todas las cartas. Hacia las 10, frecuenta algunos
corredores y despachos estratégicos, aunque él prefiere explicar; "Salgo
de la oficina porque no puedo aguantar el humo de mi cigarro." Su
primera visita es al cuarto ubicado frente al suyo, donde trabaja el dúo
Evans-Novak, del Herald.
Luego del almuerzo, compartido con camaradas o amigos como el
abogado Edward Bennett Williams, Buchwald comienza a pensar en su
columna. No bien elegida la idea, se lanza a redondear las 600 palabras
correspondientes, en su máquina de escribir: tarda cerca de una hora y
media. Aunque luego muestra el original a sus allegados, en busca de
reacciones, Buchwald rara vez
rescribe; rara vez, también, corrige.
A las 3.30 de la tarde, sale en busca de un contrincante para
jugar a los naipes. Su adversario más frecuente es Harry Dalinsky, un
filósofo farmacéutico de Georgetown que le recuerda a su padre. Cada
quincena se encuentra en la mesa de póquer con "los muchachos": el
Asesor Presidencial Jack Valenti, el director de la Agencia de
Informaciones, Carl T. Rowan, el Embajador Llewellyn Thompson, el
comentarista David Brinkley. Este año, va a la cabeza de los triunfos,
con 200 dólares de ventaja sobre el segundo. "Se pone imposible cuando
gana e insufrible cuando pierde", señala Valenti.
En esencia, Buchwald es como su columna: simple y sin
pretensiones. No obstante haberse convertido en una de las más
renombradas personalidades de Washington, su vida se centra más y más
alrededor de su familia. Cierta vez, un amigo le preguntó para qué
trabajaba: "¡Para mi casa! Cuesta tanto mantenerla. Toda mi vida
trabajaré para ella".
Es una casa de piedra, rodeada de jardines. Los domingos, la
pileta de natación se llena de chicos, que él vigila desde una silla de
director de cine en cuyo respaldo se lee Big Daddy. Recientemente dio
una fiesta para padres e hijos y recibió a los invitados vestido con un
disfraz de conejo.
Semanas atrás regresó a Queens para ofrecer una charla
—gratuita— a los 200 miembros del Templo Isaiah (al que sirven dos de
sus tres hermanas). Apenas concluyó la presentación, Buchwald saltó al
frente del escenario: "Todos creen que tengo uno de los mejores puestos
del mundo. Pero, mirando objetivamente y desde todos los costados, es
verdad".
También, uno de los mejores espíritus, el que asoma detrás de su
ropa un tanto descuidada, de su enorme, cigarro Bering-Coronet, de su
rostro mofletudo de oso panda, de los ojos vivaces escondidos por un par
de lentes gruesos. Las dos veces que fue visitado, en 1963 y 1964, por
un redactor de PRIMERA PLANA, Buchwald se extasió frente a los recortes
de su columna en español y prometió un inminente viaje por Sudamérica
que llegaría hasta la Argentina. Será cuestión de esperar.
PRIMERA PLANA
15 de junio de 1965
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